4/16/2007

El Señor de los Anillos

Ando con cierto regusto feliz en la boca, a pesar del stress y de que odio a los niños y soy profesora de básica en este momento. Hace unos días me reencontré con mi jipi. La historia partió hace muchos años atrás, cuando yo era casi una niña. Veraneando conocí al jipi más lindo del planeta. Alto, flaquito, de enormes manos curtidas, con una cara preciosa y el pelo largo. Y para coronar tanta maravilla, un suave acento extranjero. No es por sacar pica, pero se parecía bastante al caballero que me ilustra el post, aunque con ojitos color caramelo. Yo me ponía nerviosa cada vez que lo veía vendiendo sus joyas, me gasté el presupuesto familiar en aros y collares para tener al menos una excusa para quedarme como idiotizada frente a su puesto durante horas. Un día me vendió un anillo con una enorme amatista, pero que me quedaba un poco chico.


Yo ya me devolvía a Santiago, así que nos pusimos de acuerdo: él me iba a llamar cuando viniera a la capital, para así arreglarme el famoso anillo. Vino, le llevé la joyita, y cuando la fui a buscar él me acompañó al auto y me dio el primer beso. Casi me morí de la emoción: llevaba años esperando ese momento. Y bueno, nos juntamos esa noche y algunas más, donde nos revolcamos con bastante brío. Pero como todo en la vida, la relación se enfrió. Yo me puse a pololear, y no volvió a pasar nada entre nosotros por años. Siempre que veraneaba lo veía, pero como amigos nada más.


Este año fue distinto. Yo ya no estoy pololeando, y quería retomar el romance. Así que me la jugué: iba a ver su puesto con mis mejores push-up, esos que me dejan las pechugas como misiles. Me gustó un anillo con una tremenda piedrota de pirita engastada en plata, bellísimo. Y se lo compré. Pero el último día yo no tenía plata, así que me dijo que me lo llevara, que me lo cobraba en Santiago. Qué me han dicho. Nuevamente tenía asegurado a mi Señor de los Anillos.


Y llegó el día. Lo esperaba lista, con mi mejor ropa interior, esa que es suavecita y transparente. Me di un baño de tina con aceite de chocolate para que quisiera morderme entera. Me eché mis cremas más satinadas para que su mano resbalara por mi piel sin encontrar obstáculos. Me pinté discretamente, con enormes pestañas negras y labios apenas brillantes. Me lavé el pelo con una crema de manzana para tenerlo brillante y olorosito. Apenas una gota de perfume detrás de las orejas. Nada fue dejado al azar: polera negra que se resbalaba por mis hombros (sé que le gusta cómo me veo de negro), pantalones nuevos, pies descalzos. Me volaban enjambres de mariposas en el estómago. Cuando sonó el citófono sentí las piernas débiles. Pero apenas le abrí la puerta me tranquilicé. Jugaba en mi propio terreno. Nos fuimos a la pieza, nos sentamos a los pies de la cama a conversar. Estábamos a pocos centímetros de distancia, sin tocarnos. Le dije que estaba sola, que había terminado con mi pareja. Fue entonces cuando estiró su mano, su enorme mano áspera, y corrió un mechón de pelo de mi cuello. Estiré la cabeza hacia atrás, para dejar el máximo de piel expuesta. Sus labios siguieron a sus dedos, rozando apenas esa piel delgada entre el hombro y el cuello. Me mordió despacito, haciéndome cosquillas. Después más fuerte, dolía un poco. Yo pasaba mis dedos por su pelo fino, aspirando su olor de madera y humo. Echaba de menos ese olor dulce. Sus besos asfixiantes. Nos recostamos en la cama, casi ni miró los encajes, sólo buscaba mi carne que se desbordaba para encontrarse con sus manos. La ropa voló en segundos. Ya se me había olvidado ese lunar en su cadera derecha, un puntito oscuro sobre la piel tensada por el hueso. Porque mi hombre es flaco. Deliciosamente flaco. Su piel suavecita y lampiña apenas cubre sus huesos. Es como una pluma morena. Mordí con entusiasmo su cadera, si hubiera podido le habría quitado de un sólo mordisco su lunar. Me abrazaba con fuerza, con sus brazos largos y musculosos, incongruentes en ese cuerpecito frágil. Y de nuevo sus manos, lejos lo que más me gusta de él. Manos oscuras, llenas de cicatrices, toscas, de dedos anchos y romos. Me murmuraba secretos al oído, yo gritaba en el suyo. Al terminar, transpirados y felices, vi en el espejo que el rimel se me había corrido entero. Me gustó que fuera así, me gustó verme la cara roja, con el maquillaje corrido, el pelo enredado.


Hablamos por horas, tendidos sin ropa sobre mi cama. Yo le hacía cariño en uno de sus pies, flaco y largo como él, lleno de nervaduras que yo recorría sin descanso con un sólo dedo. Me gustan sus historias de hombre vivido (tiene 44 años, y cuando yo aprendía a hablar él ya recorría solo la selva colombiana). Y fue tan fácil que él estirara la mano y apretara entre sus dedos enormes la punta rosada de uno de mis pezones. Vuelta a empezar. Me dan escalofríos de sólo pensar en su piel oscura contra mi piel blanca.


Y eso fue lo que ahora me tiene contenta. No ha vuelto aún a Santiago, y lo único que quiero es que me suene el celular y sea él. Duermo con los dedos cruzados.